jueves, marzo 28, 2024

“El ermitaño”, de Iván Turguénev





Una tarde, después de ir de caza, me encontraba solo en mi droshki [1]. Todavía me quedaban unos ocho kilómetros antes de llegar a casa; mi yegua de paseo marchaba alegre por el camino polvoriento, de vez en cuando resoplaba y estiraba las orejas; mi perro, agotado, nunca se rezagaba, como si corriera atado a las ruedas traseras. Amenazaba tormenta. Una mancha violeta subía lentamente del bosque; justo frente a mí una enorme nube gris avanzaba sobre mi cabeza; los sauces se balanceaban y susurraban alarmados. El calor pegajoso fue reemplazado de pronto por un aire húmedo y frío; las sombras se acentuaron. Golpeé el caballo con las riendas, descendí un barranco, crucé un riachuelo seco invadido por matojos de sauce, subí la cuesta y me adentré en la foresta. El camino penetraba entre grupos de castaños ya arropados por la oscuridad, y mi progreso no resultaba sencillo. El droshki daba bandazos cada vez que las ruedas golpeaban las raíces endurecidas de robles centenarios y tilos que se cruzaban en las hondas huellas de los carros, y mi caballo comenzó a dar tropezones. Un viento fuerte de pronto comenzó a rugir en lo alto, los árboles empezaron a moverse de un lado a otro, comenzaron a desplomarse enormes gotas de lluvia que aguijoneaban las hojas de los árboles y lo mojaban todo, un rayo refulgió y estalló la tormenta. La lluvia caía torrencial. Avanzaba al paso y pronto me vi obligado a detenerme porque mi caballo se había quedado atascado y yo no veía nada. De alguna forma encontré refugio cerca de unos arbustos. Me puse en cuclillas y, cubriéndome la cara, esperé con paciencia que la tormenta terminara, cuando de pronto, iluminado por la luz de un rayo, creí ver una alta figura en el camino. Miré intensamente en aquella dirección, y vi que la figura se había materializado literalmente de la nada al lado de mi droshki.

 

—¿Quién va? —preguntó una voz altisonante.

—¿Quién es usted?

—Soy el guardabosques local.

 

Le dije mi nombre.

 

—Ah, lo conozco. De camino a casa, ¿verdad?

—Así es. Pero, como puede ver, con la tormenta…

—Pues sí, la tormenta —respondió la voz.

 

La luz blanca de un rayo iluminó al guardabosques de pies a cabeza. Siguió un chasquido estruendoso. La lluvia caía con fuerzas redobladas.

 

—No terminará pronto —continuó el guardabosques.

—¿Qué podemos hacer?

—Permítame que lo lleve a mi casa —dijo secamente.

—Por favor.

—Sea tan amable de tomar su asiento.

 

Él se acercó al caballo, agarró la brida y echó a andar. Nos pusimos en marcha. Yo me agarré al cojín del droshki que se movía como una barca sobre las olas y llamé a mi perro. Mi pobre yegua avanzó como pudo sobre el denso lodo, resbalando y casi cayendo, mientras que el guardabosques se movía a derecha e izquierda como un fantasma. Avanzamos durante un tiempo considerable cuando mi guía, finalmente, nos hizo detenernos.

 

—Estamos en casa, señor —dijo con voz calma.

 

La puerta del jardín crujió y varios perros se pusieron a ladrar al unísono. Levanté la cabeza y vi a la luz de un rayo una casita pequeña emplazada en una parcela de grandes proporciones rodeada de una reja de cáñamo trenzado. En una ventanita brillaba una luz débil. El guardabosques condujo el caballo hasta el porche y golpeó la puerta. “¡Ya voy! ¡Ya voy!”, se oyó una voz fina, seguida por el ruido de pies descalzos y el crujido de un cerrojo, y apareció en la entrada una niña pequeña, de unos doce años, con una camisa atada con orillo y con una lámpara en la mano.

 

—Acompaña al caballero —le dijo a la niña—. Mientras, pongo su droshki a cubierto.

 

La niña me observó y entró. La seguí.

 

La casa del guardabosques consistía en una única habitación ahumada, baja y desnuda, sin particiones ni camastros. Una piel de oveja hecha jirones colgaba de una de las paredes. Sobre un banco había una escopeta de un solo cañón, y en una esquina una pila de harapos; al lado del horno, dos grandes jarras. Una vela delgada ardía sobre la mesa, iluminando con tristeza la estancia como a punto de extinguirse. En mitad de la casa colgaba una cuna atada al extremo de una larga vara. La niña apagó la lámpara, se sentó en un banco diminuto y comenzó a balancear la cuna con la mano derecha, y con la otra a ajustar la vela. Miré a mi alrededor y el corazón me dio un vuelco; no es una experiencia agradable entrar en la casa de un campesino por la noche. El bebé en la cuna respiraba rápida y pesadamente.

 

—¿Estás sola aquí? —le pregunté a la niña.

—Lo estoy —dijo de forma apenas audible.

—¿Eres la hija del guardabosques?

—Sí —murmuró.

 

La puerta crujió y el guardabosques cruzó el umbral, agachando la cabeza. Levantó la lámpara del suelo, se dirigió a la mesa y encendió la mecha.

 

—Es posible que no esté acostumbrado a la luz de una sola vela, ¿me equivoco? —dijo, sacudiendo sus rizos.

 

Lo observé. Pocas veces había visto un hombre tan apuesto. Era alto, de hombros anchos, con un físico espléndido. Debajo de la tela húmeda y ruda de su camisa se destacaban claramente sus músculos poderosos. Una barba negra y rizada le cubría la parte baja de sus rasgos masculinos y severos, y bajo las cejas amplias en mitad de su frente espiaban unos ojos color avellana. Posó las manos en las caderas y se quedó frente a mí.

 

Le di las gracias y le pregunté su nombre.

 

—Me llamo Fomá —respondió—, pero me llaman el Ermitaño.

—¿Así que eres tú el Ermitaño?

 

Lo observé con redoblado interés. Había oído historias, tanto de mi Yermolái como de otros campesinos, de un tal Ermitaño al que todos los campesinos locales temían como al fuego. Según ellos, nadie en el mundo era mejor en su trabajo: “¡No deja que te lleves ni unas cuantas ramillas! No importa cuándo, incluso en lo más profundo de la noche, se te echará encima como una tonelada de nieve, ¡y ni se te ocurra enfrentarte a él, es fuerte y habilidoso como el mismísimo diablo! Y no se lo puede sobornar, ni con bebida, ni con dinero, ni con ningún truco sucio. En más de una ocasión han intentado borrarlo de la faz de la tierra, pero nunca se ha rendido”.

 

Así hablaban del Ermitaño los campesinos locales.

 

—Así que tú eres el Ermitaño —repetí—. He oído hablar de ti, amigo mío. Dicen que no se te pasa una.

—Me encargo de mi trabajo —respondió de forma sombría—. No robo el pan que como.

 

Sacó un hacha de su cinturón, se puso en cuclillas y empezó a cortar una velita.

 

—¿No tienes una mujer en la casa? —le pregunté.

—No —respondió, y dio un gran golpe con el hacha.

—Ella murió, ¿no es cierto…?

—No… Sí… Está muerta —añadió, y se dio la vuelta.

 

No dije nada. Él levantó los ojos y me miró.

 

—Se escapó con uno que iba de paso, un tipo de la ciudad —pronunció con una sonrisa cruel. La niña bajó la cabeza; el bebé se despertó y empezó a llorar; la niña se acercó a la cuna—. Toma, dale esto —dijo el Ermitaño, poniéndole un biberón sucio en la mano—. También a él lo abandonó —continuó con voz sombría, señalando al bebé. Se dirigió a la puerta, se detuvo y se dio media vuelta.

—Es posible, señor —comenzó—, que no quiera usted comer nuestro pan, pero además de pan tengo por ahí…

—No tengo hambre.

—Bueno, como quiera. Encendería el samovar [2], es solo que no tengo té… Iré a ver cómo está su caballo.

 

Salió y dio un portazo. De nuevo observé cuanto me rodeaba. La casita me parecía aún más miserable que antes. El hedor agrio a fuego de leña dificultaba la respiración. La niña no se movió de donde estaba y no levantó los ojos del suelo. De vez en cuando meneaba la cuna y con modestia se arreglaba la camisa sobre los hombros. Sus pies desnudos colgaban inmóviles.

 

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Ulita —dijo, bajando su rostro apesadumbrado aún más.

 

El guardabosques entró de nuevo y se sentó en el banco.

 

—La tormenta está pasando —comentó tras un corto silencio—. Si quiere lo guiaré fuera del bosque.

 

Me puse de pie. El Ermitaño agarró su escopeta y examinó la carga.

 

—¿Para qué es eso? —pregunté.

—Ocurre algo en el bosque. Alguien está talando un árbol en la Hondonada de la Yegua —añadió como respuesta a mi mirada interrogante.

—¿Lo oye desde aquí?

—Se oye afuera.

 

Salimos juntos. La lluvia había parado. En la distancia, grupos de nubes pesadas aún se agrupaban y aún refulgían rayos alargados, pero sobre nuestras cabezas pedazos de cielo azul oscuro se veían aquí y allá, y algunas estrellitas titilaban entre los jirones de nubes que se disolvían. Las líneas de los árboles, empapados por la lluvia y estremecidos por el viento, comenzaron a emerger de la oscuridad. Nos dispusimos a escuchar. El guardabosques se quitó la gorra e inclinó la cabeza.

 

—¡Ahí…! ¡Ahí…! —dijo de pronto, y señaló a alguna parte—. Dios mío, ¡qué nochecita han elegido!

 

Yo no oí nada aparte del ruido de las hojas. El Ermitaño sacó el caballo de un cobertizo.

 

—Es posible —añadió— que no llegue a tiempo.

—Iré contigo... ¿Te parece bien?

—Muy bien —respondió, y volvió a meter al caballo a cubierto—. Los cogeremos y después lo sacaré del bosque. Vamos.

 

Nos pusimos en marcha, el Ermitaño abriendo camino y yo detrás. Dios sabrá cómo conocía el camino, pero solo se detuvo de cuando en cuando para escuchar el ruido del hacha.

 

—Mire —silbó entre dientes—, ¿lo oye? ¿Lo oye?

—Pero ¿dónde?

 

El Ermitaño se encogió de hombros. Descendimos hacia un barranco, el viento se aplacó un momento y los golpes de un hacha alcanzaron mis oídos con claridad. El Ermitaño me miró y asintió. Nos alejamos a través de ramajes mojados y espinas. Se oyó un prolongado y sordo crujido.

 

—Lo ha abatido —dijo el Ermitaño.

 

Mientras tanto el cielo continuaba clareándose y en el bosque se veía algo más. Al fin salimos del barranco.

 

—Usted espere aquí —me susurró el guardabosques, se agachó y, subiendo la escopeta, desapareció entre los arbustos. Me dispuse a escuchar atentamente. A través del ruido incesante del viento creí oír los sonidos apenas audibles de un hacha que cortaba ramas cuidadosamente, el crujir de unas ruedas y el resoplar de un caballo...

—¿Qué estás haciendo? ¡Detente! —gritó la voz de hierro del Ermitaño.

 

Otra voz gritó lastimeramente, como una liebre atrapada. Se oyeron ruidos de trifulca.

 

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —aseveró el Ermitaño, respirando de forma entrecortada—. No te saldrás con la tuya...

 

Me apresuré hacia donde se oían los ruidos tropezando a cada paso. El guardabosques estaba ocupado con algo que había en el suelo al lado del árbol caído: estaba agarrando al ladrón debajo de él y retorciéndole el brazo detrás de la espalda con un cinturón. Me acerqué. El Ermitaño se irguió y levantó al otro. Vi a un campesino empapado y desaliñado, con una barba larga y enredada. Más allá también había un caballo delgado, medio cubierto por un trozo de estera y atado a un carro. El guardabosques no dijo nada, ni tampoco el campesino. Se limitó a menear la cabeza con desaprobación.

 

—Déjale marcharse —susurré en el oído del Ermitaño—. Yo pagaré por la madera.

 

El Ermitaño, sin decir nada, agarró a la yegua por la crin con su mano izquierda, mientras con la derecha agarraba al ladrón por el cinto.

 

—Bueno, empieza a andar, cuervo —dijo con severidad.

—Esa es mi hacha —murmuró el ladrón.

—No tiene por qué perderse —dijo el guardabosques y la cogió.

 

Nos pusimos en marcha, yo detrás de ellos. Volvió a llover y no tardó en caer a torrentes. Regresamos con dificultad hasta la casita. El Ermitaño abandonó el caballo en medio de la parcela, condujo al campesino dentro, soltó el nudo del cinto y sentó al campesino en una esquina. La niña, que había estado dormida al lado del horno, se levantó y nos miró asustada. Yo me senté en un banco.

 

—Qué forma de llover —comentó el guardabosques—, tendremos que esperar un rato. ¿Le gustaría echarse?

—Gracias.

—Lo encerraría dentro de ese armario —continuó, señalando al campesino—, pero ya ve que no tiene cerrojo…

—Déjalo, no lo toques —lo interrumpí.

 

El campesino me observó por debajo de sus cejas. Me prometí a mí mismo liberar al pobre diablo ocurriera lo que ocurriera. Estaba sentado en el banco sin moverse. Por la luz de la lámpara podía distinguir su rostro cansado y arrugado, las cejas que sobresalían y colgaban, los ojos inquietos y los miembros flacos. La niña estaba echada en el suelo cerca de sus pies y volvió a dormirse. El Ermitaño se sentó a la mesa, y apoyó el rostro en las manos. Se oyó un grillo cantar en la esquina... la lluvia golpeaba el tejado y se escurría por las ventanas; todos guardábamos silencio.

 

—Fomá Kúzmich —comenzó de pronto el campesino en una voz rota y profunda—, Fomá Kúzmich…

—¿Qué quieres?

—Déjame marcharme.

 

El Ermitaño no respondió.

 

—Deja que me vaya. Todo es por el hambre... Deja que me vaya.

—Conozco a los de tu clase —dijo el guardabosques de forma sombría—. De donde tú vienes todos son iguales, ¡un hatajo de ladrones!

—Deja que me vaya —repitió el campesino—. Es el intendente, ya sabes cómo nos ha arruinado. ¡Deja que me vaya!

—¡Arruinado! Nadie tiene derecho a robar.

—¡Deja que me vaya, Fomá Kúzmich! ¡No me entregues! ¡Tu amo, lo sabes muy bien, me devorará, lo verás!

 

El Ermitaño se volvió. El campesino se echó a temblar como si tuviera fiebre. No dejaba de mover la cabeza y respiraba con dificultad.

 

—Deja que me vaya —repitió con miserable desesperación—, ¡por Dios bendito! Te lo pagaré, lo prometo, ¡por Dios que lo haré! Por Dios, es el hambre. Y los niños llorando, ya sabes cómo es. Es muy duro, lo verás.

—Pero a pesar de todo no deberías ir por ahí robando.

—Mi caballito... —continuó el campesino—, deja que se vaya... Es todo lo que tengo. ¡Deja que se vaya!

—Te digo que no puedo. Yo también cumplo mis órdenes y tendré que responder por ello. Y no tengo razones para portarme bien con los que son como tú.

—¡Deja que me vaya! La necesidad, Fomá Kúzmich, no ha sido otra cosa... ¡Deja que me vaya!

—¡Conozco a los de tu clase!

—¡Solo deja que me vaya!

—¿De qué me sirve hablar contigo, eh? Quédate ahí sentado sin decir nada, o verás la que te doy, ¿no es eso? ¿Es que no ves que hay un caballero ahí sentado?

 

El pobre individuo bajó los ojos. El Ermitaño bostezó y apoyó la cabeza sobre la mesa. La lluvia continuaba. Esperé a ver qué ocurría.

 

De pronto el campesino se irguió. Los ojos le ardían y su cara había enrojecido.

 

—¡Muy bien, pues mátame tú mismo! —comenzó, entrecerrando los ojos y bajando las comisuras de la boca—. ¡Vamos, maldito cabrón, chupa mi sangre cristiana, vamos, hazlo!

 

El guardabosques se volvió.

 

—¡Te estoy hablando a ti, asiático, chupasangre, a ti!

—¿Estás borracho? ¿Es por eso por lo que me hablas así? —dijo el guardabosques sorprendido—. ¿Has perdido el sentido?

—¡Borracho dice! ¡No, maldito cabrón, por nada del mundo, maldito animal, animal, animal!

—¡Eh, ya está bien! ¡O haré que te arrepientas!

—¿Y qué me importa? Da lo mismo, ¡estoy acabado! ¿Qué puedo hacer sin un caballo? Mátame, será lo mismo, si no es de hambre serás tú, ¡qué más me da! Todo se ha terminado, mujer, hijos, ¡todo se ha acabado! ¡Pero espérate, que al final te cogeremos!

 

El Ermitaño se levantó.

 

—¡Pégame! ¡Pégame! —gritaba el campesino con una voz furiosa—. ¡Vamos, pégame! ¡Pégame! —La niña se levantó del suelo y se puso a mirarlo—. ¡Pégame! ¡Pégame!

—¡Cállate! —tronó el guardabosques, y se acercó un par de pasos hacia el hombre.

—¡Ya es suficiente, Fomá! ¡Detente! —grité—. ¡Déjalo en paz! ¡El Señor se apiade de él!

—¡No pienso callarme! —continuó el desgraciado—. Todo me da igual, ¡ya estoy muerto! ¡Maldito cabrón, animal, haces mucho daño a la gente, pero espérate y verás, no mandarás por aquí mucho más tiempo! ¡Te romperán el cuello, ya lo verás!

 

El Ermitaño lo agarró por el hombro... Me lancé en ayuda del campesino.

 

—¡No lo toque, señor! —me gritó el guardabosques.

 

No presté atención a esta amenaza y estaba a punto de extender mi mano cuando, para mi extremado asombro, sacó el cinto de los codos del campesino con un rápido movimiento, lo agarró por la nuca, le metió el gorro hasta las orejas, abrió la puerta y lo empujó afuera.

—¡Vete al infierno con tu caballo! —le gritó—. ¡Ten cuidado de no volver a cruzarte en mi camino!

 

Regresó a la casita y comenzó a afanarse en un rincón.

 

—Vaya, Ermitaño —dije al fin—, ¡me has asombrado! Ahora me doy cuenta de que eres un gran tipo.

—Ya es suficiente, señor —me interrumpió enojado—. Por favor, tenga la bondad de no hablar de ello. Es mejor que lo guíe fuera del bosque, no tiene que esperar que acabe la lluvia.

 

Las ruedas del carro del campesino resonaron fuera de la parcela.

 

—¡Mire, ya se larga! —dijo—. ¡Le daré su merecido!

 

Media hora más tarde me despedí de él en las lindes del bosque.

 

 

[1] Droshki: Carruaje tirado por caballos.

[2] Samovar: Recipiente ruso provisto de un tubo interior donde se ponen carbones, que sirve para calentar el agua del té.

 

 

 

en Memorias de un cazador, 1852 (1ª edición)





















miércoles, marzo 27, 2024

«La vela, otra vez», de Walid Khazendar

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Sólo para dormir un rato
y luego despertarme –
esto me quitaría la mochila
de mis hombros
sacaría la presión de mi pecho
y reventaría los botones – los
botones demasiado apretados 
–las obleas de hojalata–
atascados ahí
¿fue en vano entonces todo
lo que lanzamos?
¿lo que nos cayó tan fuerte?
– es hora de que tracemos una línea
quiero decir es hora de que empezamos de nuevo
mientras se dormían sus manos
ellas vacilaron un poco
la porcelana azul captó
la puesta de sol para que esa grieta en la pared
sea una división real, cada vez más profunda
que se dirigía hacia el techo e hizo
que pareciera caer sobre nosotros
– como de costumbre el polvo me distrajo
lo vi como terminado y finalizado
pero todavía manchado
con sillas y bancos
y plantas que no estaban ahí
– era tan sólido el aire
mientras de los marcos en las paredes
retiraban a los difuntos
y luego la ventana la desnuda
ventana sin cortina
mostraba una vela
– esa vela
ya era sólo jirones
pero que aún así guiaba el viento















martes, marzo 26, 2024

“Con las manos atadas”, de Claudia Piñeiro





Abrieron la puerta del baño y nos empujaron dentro. El más gordo nos tumbó en el piso, nos sentó de espaldas y, con una soga, nos ató las manos, juntas, las de ella con las mías. Luego salió y cerró la puerta con llave. Nos quedamos en silencio esperando que se fueran, todo lo que había de valor en la escribanía ya se lo habíamos entregado. Sin embargo, antes de irse, dieron una última revisada. Por el ruido sabíamos que estaban estrellando los libros contra el piso. La escribana estaba muy asustada, no debe ser fácil para una mujer joven y linda como ella pasar por una situación así. No es que a mí no se me hubiera cruzado por la cabeza que a lo mejor los tipos me terminaban pegando un tiro. Pero el susto de ella era distinto. Yo vi cuando el gordo le miraba las piernas con ojos libidinosos. Creo que si no fuera porque el que hacía de jefe lo apuraba, terminaba haciéndole cualquier cosa. Tuvo suerte la escribana, la sacó barata.


Del otro lado de la puerta se oyó el ruido de un chorro de agua cayendo desde cierta altura.

 

—¿Y eso? —dije.

—Están meando, Gutiérrez —me contestó la escribana.

—Mientras no sea sobre el protocolo...

—¡Me importa un carajo el protocolo, Gutiérrez!

 

La escribana es mal hablada. Una pena, no le queda bien. Y tampoco entiende demasiado del oficio de notario. Un escribano cuida el protocolo como a su propio hijo. Aunque yo no tengo hijos me lo puedo imaginar. A mí sí que me importaba que orinaran sobre el protocolo. Pero claro, mi vida es esta escribanía. Todo lo que soy lo aprendí en este lugar. El tío de la escribana me lo enseñó. El Doctor Azcona, el escribano. Él sí que hacía un culto de esta profesión. Para él preparar un testimonio, certificar una firma, hacer un estudio de títulos, eran palabras mayores. Él sabía lo que significaba dar fe; si Azcona ponía la firma, uno podía quedarse tranquilo. En cambio esta chica, si no fuera porque estábamos Mirta y yo, no sé qué hacía. Mucha universidad y todas esas cosas, pero cuando hay que ir a los bifes no entiende nada.

 

El Doctor Azcona no tenía hijos. Aunque, en realidad, a mí siempre me trató como a uno. Yo creo que fue para agradecerle lo que hizo por mí que me puse a estudiar abogacía. Y eso que cuando empecé ya había cumplido treinta y ocho años. Me costó bastante. Hubo materias que tuve que dar como tres o cuatro veces. Estoy convencido de que por esa carrera me terminé separando de Julia. Yo no paraba ni un minuto. Las pocas horas libres que me dejaba la escribanía se las dedicaba al estudio, ella se sintió sola y se terminó yendo. En el fondo la entendí. Julia había entrado en una edad difícil para una mujer. Además siempre tuvimos tiempos distintos, para todo. Al año de separarme me recibí de abogado y empecé con las materias para ser escribano, que era lo que yo realmente quería. El Doctor estaba orgulloso de mí. Siempre me preguntaba cómo me iba en los exámenes, me prestaba libros. Yo estaba seguro de que cuando me recibiera, si pasaba el examen, iba a terminar siendo adscripto a su registro. Estudié tres años seguidos para dar ese examen pero nunca lo di. Porque entonces apareció ella, una sobrina que yo nunca había oído nombrar, con veintisiete años y el título de escribana recién sacado del horno. Me acuerdo que el día que Azcona me llamó a su oficina y me dictó el borrador del poder por el que le dejaba todo a ella, fue como si me hubieran tirado un balde de agua fría. Cuando pasé el poder al libro me equivoqué tres veces, tuve que hacer tres enmiendas. La primera vez en mi vida que me equivocaba en el libro. “Al fin perdiste la virginidad, Gutiérrez”, me había dicho Mirta riéndose, mientras yo salvaba.

 

Se escuchó el golpe de la puerta de entrada al cerrarse, y luego un silencio.

 

—Se fueron...

—¿A usted lo espera alguien, Gutiérrez?

—No... yo soy solo... me separé hace un tiempo.

—Entonces, si no hacemos algo, hasta mañana no nos encuentra nadie.

 

Intentamos sacarnos la soga, pero enseguida nos dimos cuenta de que era imposible y de que, cuanto más tirábamos, más se ajustaba el nudo.

 

La escribana giró sus piernas hacia la puerta y la empezó a patear. Yo la miré por sobre mi hombro. Alcanzaba a verle la pantorrilla. En una de sus patadas se le voló un zapato. Traté de decirle que me parecía un esfuerzo inútil pero no me escuchó. Siempre parecía que no me escuchaba. Sobre todo cuando le iba con algún asunto de trabajo complicado: “Gutiérrez, no me venga con problemas. Soluciónelo y cuando lo tenga resuelto me viene a ver”. Era evidente que ella no era escribana de raza. Esa chica se metió en la profesión porque vio la veta que tenía con su tío. Lo único que parecía importarle eran los trajecitos que se ponía, demasiado cortos para lo que se usa en nuestro ambiente. Y que el color de los zapatos combinara con el de la cartera.

 

—Yo no puedo creer que tenga que pasar la noche acá....

—Por qué no se tranquiliza y trata de descansar...

—¡Gutiérrez, ¿a usted le parece que yo puedo descansar en estas condiciones?! ¡Tengo el culo frío por las baldosas del piso, las manos apretadas contra su trasero, y usted hablándome todo el tiempo!

 

Se le fue la mano. A medida que el tiempo corría me tuvo que dar la razón. El sueño la fue venciendo. Me di cuenta por cómo se movía su espalda sobre la mía cuando respiraba. Acomodó su cabeza sobre mi hombro y la dejó caer hacia atrás.

 

—Apóyese tranquila, escribana, que yo no tengo nada de sueño —le dije, pero no me oyó porque ya estaba dormida.

 

Se movía, apenas, y al hacerlo refregaba el pelo contra mi cuello. Hasta me hacía un poco de cosquillas. Pero no la iba a despertar, cómo le iba a hacer eso. Me acomodé para que ella calzara mejor. Tenía puesto el perfume que usa siempre, aunque esta vez parecía mucho más fuerte. Yo estaba acostumbrado a oler la estela que dejaba, pero me mareaba sentirlo tan cerca. Su oficina siempre olía a ella. Me acuerdo de que un día que firmó muchas actas y poderes, antes de guardar el protocolo, me lo llevé hacia la cara y lo olí. Era como si ella estuviera ahí, metida adentro del libro mismo. Nunca antes la había tenido tan cerca como en ese baño. Si giraba mi cabeza hacia su lado, podía apoyar mi nariz sobre su pelo y olerlo. Lo hice. Justamente la estaba oliendo cuando ella se despertó.

 

—Gutiérrez, ¿nos tiramos de lado así podemos dormir mejor?

—Como usted diga, escribana.

 

Nos dejamos caer hacia su derecha y fuimos estirando las piernas. Enseguida la escuché respirar profundo otra vez y supe que estaba dormida. Sentí la curva de su cola sobre mi cintura. Se acurrucó y apoyó su pie descalzo sobre mi pantorrilla. Me saqué los zapatos con esfuerzo, siempre me ajusto mucho los cordones para que no se me deshaga el nudo mientras camino. Yo camino bastante, treinta cuadras por día. Le saqué el zapato que le quedaba puesto y le froté la planta del pie. Pensé que podía tener frío. Sus manos se movieron en el hueco que dejaban las curvas de nuestras cinturas. Le quise dar calma y entrelacé mis dedos con los de ella. Acaricié sus dedos subiendo y bajando los míos tanto como la soga me lo permitía. La escribana tenía la piel suave. Lo comprobé haciendo pequeños círculos con mis yemas. Se ve que ella soñaba con alguien porque en un momento me apretó la mano fuerte, con confianza, como debía hacer con esos hombres que la llamaban a la escribanía. Mi mano quedó aplastada contra la curva de su cola. La recorrí apenas y comprobé que era tal como la imaginaba. Me hubiera gustado apretarla. Por un momento me imaginé atado a ella, pero frente a frente, sintiendo su respiración sobre mi cara, llevando las manos atadas de los dos hasta sus pechos para tocarlos, sintiéndola donde más la sentía. Me imaginé que la besaba, una y otra vez, bien profundo, como si me quisiera meter dentro de ella. Me imaginé dentro de ella. Y fue tan real como cuando tenía catorce años y me movía entre las sábanas. Real aunque yo estuviera tirado en el piso del baño de la escribanía con las manos atadas. Porque lo que sucedía dentro de mí sólo era posible si yo estaba dentro de ella. Traté de que ese momento durara, que no se fuera, moviéndome apenas para no molestarla. Entonces, cuando sentía un placer que no recordaba haber sentido antes, no pude más y me dejé ir. Creo que fue mi último aliento lo que la despertó, me puse alerta, aunque enseguida se durmió otra vez. Yo también me dormí.

 

Cuando Mirta entró a la mañana siguiente, no podía parar de gritar. La escribana empezó a patear la puerta otra vez pero Mirta gritaba tanto que no la oía. Entonces grité yo, con una fuerza que no sólo sorprendió a la escribana sino a mí mismo. Mirta trajo al encargado del edificio y abrieron la puerta. Enseguida nos desataron. La escribana se quejó de sus brazos entumecidos, creo que yo también los tenía entumecidos. Y de inmediato le pidió a Mirta que se comunicara con la policía mientras ella llamaba a alguien por la otra línea. Debe de haber llamado a un hombre, le pidió que viniera a buscarla. Yo la espiaba mientras juntaba papeles orinados del piso. La escribana tenía la pollera arrugada, estaba despeinada y el maquillaje se le había corrido. Me quedé mirándola.

 

—¿Qué mira, Gutiérrez? ¿Por qué no se va a dar una ducha y a descansar un poco?

 

Me puse colorado. Bajé la vista y me encontré con mi pantalón manchado por una humedad espesa. Agarré la carpeta de la “Sucesión Martín Cabrera” que estaba sobre el escritorio y la puse delante de mí, a esa altura. Miré a la escribana y a Mirta, ninguna me miraba.

 

—Andá tranquilo, Jorge, que yo me ocupo de todo —dijo Mirta—. Con la noche que pasaste, no sé cómo podés seguir en pie.

 

La escribana se fue apenas le avisaron que estaban esperándola abajo. Yo también; unos minutos después tomé mi sobretodo y me fui.

 

El ascensor olía a ella.

 

 

 

en Quién no, 2018





















lunes, marzo 25, 2024

«Un poema de amor a mi tía – un nombre perseguido», de Mayy Sayegh

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Ardo de pena,
Las lágrimas arden en mis ojos,
No soy una piedra; el anhelo es una gran carga.
Y tú eres el puente que me une a la muerte.
Cascos extraños en la calle Mukhtar
Azotan como látigos, bloqueando el cortejo fúnebre.
Persiguiendo a tu amado y encantador nombre,
En el ataúd reclinado sobre la herida de Gaza.

No soy una piedra;
Los almacenes, con puertas soldadas con oxicorte, hacen que llueva
Sangre sobre mí, mordiendo como muerde la tragedia.
Me abro camino a través de los fuegos;
La manifestación cruza con orgullo mi frente,
A través de los callejones del anhelo, donde son confiscados
Los blancos lirios del mar y las flores de alheña.
Donde son confiscadas hasta la fragancia de jazmín y de naranja.
Ahí tu tumba permanece desnuda – rescatada la flor de la resistencia.

No soy ninguna piedra.
Mujer, lucho incluso ante tu amarga muerte,
El olor de la muerte rondaba con frecuencia tus ventanas,
Tres veces fuiste golpeada y a la cuarta caíste
Todos los recuerdos se disolvieron en mi sangre,
Y rodearon la antigua tumba y los senderos cubiertos de árboles.
La hierba se rio de la sombra de mi infancia y me llevó a tu tumba. 
 
Entonces el olor de la higuera inclinada me causó dolor, mujer,
luchando incluso en tu amarga muerte,
¿Sabes que la manifestación fue un éxito; que nunca podrán eliminar
El tatuaje de la lucha de tus brazos,
Ni borrar la fecha de tu nacimiento?
Brillarás eternamente, encadenando a los ocupantes,
Azotándolos con el látigo del sol. 
















domingo, marzo 24, 2024

“El silencio”, de Ada Negri





Hasta en tu cólera taciturna te amaba Ella…

cuando te encerrabas en ti mismo,

como en una armadura erizada de púas,

como detrás de una puerta de bronce,

guardada con siete llaves.

 

Resignada, sin protestas,

estrujado el corazón de angustia

sufría tus largos silencios,

solo atreviéndose a seguir tus pasos,

con el suyo, acolchado de sombras…

osando apenas furtivas caricias,

con su breve mano ligera,

más suave, cuanto más duro el yugo amoroso

que la ataba a ti...

 

Pero la expresión de tu cólera, Amado,

no se disipa; que extraviadas están

las llaves que cierran la puerta de bronce.

 

En vano la pequeña mano,

golpea noche y día la puerta,

Qué despiadado y eterno

es el silencio de tu sepulcro.

 

 

 

en Il libro di Mara, 1919





















sábado, marzo 23, 2024

«Las Montañas Verdes son padres…», de T'ung-shan Liang Chieh

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Las Montañas Verdes son padres de las nubes blancas:
Las nubes blancas son hijas de las montañas.
Las nubes blancas andan juntas todo el día.
Habitualmente, a la montaña no le importa.











viernes, marzo 22, 2024

«Murió un extraño», de Rashid Hussein

Versión de Juan Carlos Villavicencio




El sol no fue sorprendido
Ni la luna fue borrada
Sin ni una gota de lluvia
Apenas tembló la tierra.
Las lágrimas que subían a mis ojos
Fallaron antes de caer
Mi corazón se partió en dos:
Fue una muerte que pasó desapercibida.

Hermana,
Sin aire la luna se abre roja esta noche,
Los lirios blancos se sonrojan
Tu amor por él es una mancha de sangre
Sus ojos entrecerrados:
Los brotes de narciso están somnolientos
                 por la caída de la tarde.

Derramé a toda prisa montones de tierra
                 sobre su frágil cuerpo
Pero nunca pude cubrir su noble rostro,
                 su penetrante mirada. 
¿Su conciencia? Ojalá se la diera a Caín.
Gusanos ciegos comerán el corazón de sus ojos
Sus dos hijos seguirán muriéndose de hambre.

Cuando la brisa del atardecer anuncia el ocaso
Una mujer espera a un hombre ausente.
 
La doliente preguntará…
Sólo dile que lo dejaron dormir
En el regazo de su madre tierra
Ella llorará, estará de luto:
Verá cómo la brisa se detiene.

Respecto a los huérfanos: reza, reza
Y luego cuéntales cómo un joven
                 fue borrado del mapa

Ningún cielo lo lloró
Ninguna luna fue borrada
Ningún poeta escribió una elegía.